Mi calle, calle Zarza ahora, y como siempre la
llamaba mi abuela entonces. En mi infancia, otro nombre, recuerdo de antiguas
guerras y batallas (aunque sin rencor, nunca olvidadas) colgaba de una placa de
pizarra en la casa de la esquina.
“Zarza”, nombre agreste, fuerte, áspero, agridulce,
montaraz…Calle “Mora” a su lado, transitando hacia la plaza.
Calle empedrada, blanca de cal. Recorrida una y mil
veces, piedra a piedra, puerta a puerta, casa tras casa.
Vivida en todas las estaciones. Ateridas en
invierno, sudorosas en verano, mis amigas y yo jugábamos en la esquina de “los
Pozo”, en la “cochera”, a todos los juegos que nuestra imaginación ideaba,
interrumpidos a veces por el grito de nuestras madres voceando nuestro nombre
en la puerta o la ventana. A veces, como algo extraordinario, la puerta de la
cochera se abría para dejar pasar aquel Seat Mil Quinientos que salía y contemplábamos embobadas, dejando atrás aires
de la gran ciudad, para nosotras tan lejana.
Esa esquina de los pregones del día que escuchaban
las mujeres asomadas a los quicios de la puerta. La misma esquina donde se
celebraban los “Antruejos” en carnavales; rueda de mujeres arrojándose los cántaros
y espiches que volaban entre cánticos y risas para partirse luego en mil
pedazos. Cubos de agua que mi hermana (debajo su impermeable), lanzaba a todo
bicho viviente masculino que se atreviera a cruzarla.
Sonidos inconfundibles. La diana que la recorría
tocando alegremente y todos perseguíamos en las mañanas somnolientas de la
feria… El carro de los helados en las tardes de los tórridos veranos…La voz ronca
de Don Paco, el médico, que visitaba…El sonido de los cascos de las mulas sobre
el empedrado al rayar el alba…o el de las escobas de palma barriendo temprano la
puerta…El ladrido alegre o furioso de los perros…, el canto de los gallos en
los corrales…o el triste doblar de las campanas…
Calle abarcada pared a pared, cadena de manos
amigas, con canciones de matanza (por la tarde las bombillas que tirábamos
explotaban asustando a las vecinas en sus casas.).
En la Semana Santa, desde la esquina de la calle
Mora hasta la de Santa María era recorrida por cientos de pasos lentos y
silenciosos en dos largas hileras, nazarenos de túnicas moradas que acompañaban
a las imágenes que procesionaban camino de la Puerta del Perdón, ya de regreso
a su morada. Inundada la calle del aroma de las flores, del incienso y la cera
derretida, gran recogimiento arropado por los sones graves de la banda de
música. Puertas abiertas de par en par como ofrenda del hogar vestido con sus
mejores galas: las hermosas macetas de los patios…
Calle larga, contemplada desde el postigo de nuestra ventana, oteando
hacia poniente los negros nubarrones que se acercaban atropellándose desde
Portugal, “aire del charco” decían mis padres, y que tanto pavor entonces me
causaban. Cuando descargaban con furia, toda ella se convertía en un violento río
que bajaba amenazante desde la plaza ocupando toda su anchura, de fachada a
fachada, para después estrecharse en la regadera (“regaera”) que discurría por
el centro como un minúsculo arroyo de agua clara y transparente entre los rollos
lavados. Gruesos goterones caían de las rejas y balcones. Los canales del
tejado empapándote si osabas acercarte caminando al arrimo de las casas.

De día, alegre. En las noches de invierno, oscura y
solitaria. “Como la boca de un lobo”, decía mi madre. “Una noche de lobos”,
decía mi padre…Dichos que a mí me llenaban de terror, (el lobo entonces era el
símbolo del miedo más ancestral y atávico en nuestros pueblos extremeños,
protagonista a veces de pesadillas imposibles…) y solo me sentía a salvo cuando
se atrancaba la puerta de la calle con aquella enorme tranca de madera que la
atravesaba y se ajustaba con el clavo que pendía de una cuerda a su lado.
En las sofocantes horas que seguían al mediodía
veraniego, el silencio y el bochorno eran tan densos y espesos en ella que casi
se podían cortar con un cuchillo, solamente el sonido de las lejanas chicharras
se atrevía a interrumpir el sagrado rito de la siesta que en todas las casas se
llevaba fielmente a cabo.
En contraste, las radiantes y claras noches de verano rebosaban de vida cuando la
recorríamos una y otra vez tan orgullosas, paseando aquellas preciosas
faroleras realizadas con las sandías de la cosecha que nuestras madres nos
hacían con esmero, la mía era toda una artista en los calados y dibujos. La luz
titilante de sus velas y nuestros cantos (“Soy la farolera de la puerta el Sol,
cojo mi escalera y enciendo el farol…”) llenaban esas noches de magia y emoción
infantil.
Aquellos corros y corros de sillas de bayuncos en
las puertas de todos los vecinos, sentados al fresco que soplaba desde la raya
portuguesa aliviando los calores sofocantes de la tarde. Conversaciones,
chascarrillos y saludos. Chistes y viejas historias… Los mocitos de la Sierra que pasaban
repeinados y arreglados camino de la plaza, y que mi entrañable vecina Marcela
“la Chata”
piropeaba entre las risas de todos los presentes.
Vecinos que desempeñaban un papel fundamental en
nuestras vidas, una gran familia. La colaboración y ayuda mutua nos permitían a
todos sobrevivir sin graves problemas en aquellos tiempos de escasez. El agua
del pozo, la máquina de coser, los ricos dulces y viandas caseros, las
herramientas, el periódico o las novelas, la ayuda en la matanza y otras
labores… Todo se compartía con gran generosidad, hermosas amistades que duraron
lo que la vida duró…
Al otro extremo de nuestra calle, la casa de mi
tíos, María y José, tan queridos por nosotros. Casa también muy vivida y recordada;
un poco mía, nuestra, de mi madre, de mis hermanas…Recuerdos de tantas ferias,
navidades y veranos posteriores que no olvidaré…
Más abajo de mi casa, hacia el Caño, la tienda de
Rogelio, con su papel de estraza grisáceo envolviendo todo aquello que
comprabas. Estanterías y mostradores de madera, sacos de patatas, abolladas
balanzas de platillos, cuadernos donde apuntaban lo fiado, el olor del seco
bacalao... Otra tienda en la acera de mi casa, la de Amalia la “Careta”,
pequeña, apretujada, oscura, misteriosa para mí y en la que apenas entraba. A
su lado la de Kika y Jacobo a la que acudíamos después de la siesta a buscar golosamente
los polos de leche, de natillas o de casera de naranja que ellos mismos
fabricaban y que nos sabían a gloria bendita.
Hacia el centro de la calle, “la academia”, a la
que acudía en mis primeros años de bachillerato, en la casa de “La Jambra”. Don Felipe, don
Antonio, don José… Pupitres desvencijados de madera, manchados de tinta y desechados
de la escuela, se alineaban de cualquier forma en los antiguos dormitorios de
la vivienda. Mi primer latín, el francés, el grueso libro de Ciencias Naturales…Mis
amigas, mis amigos…entre libros, risas, llantos e infinitas travesuras…
Calle muchas veces recorrida con mi vieja bicicleta
de segunda mano que saltaba a trompicones sobre el empedrado irregular, y que
mi padre había cambiado por una moto aún más vieja que tenía…
Mi calle, en fin… ¡LA CALLE DE MI INFANCIA!
Texto y fotos:
María Prieto Sánchez.
Febrero de 2016