miércoles, 20 de junio de 2018

"HORAS BLANCAS" ("HORROR VACUI" POEMA)

HORAS BLANCAS 

(¡Horror vacui!)

Paul Klee. Senecio. 1922

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Página en blanco.
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Quiero escribir,
pero no puedo.
Mi mente está
torcida y apretada.
Duele el silencio.
Duele la calma.
Esquivas, las ideas revolotean.
Y las palabras…
remontan en el aire,
flotando inalcanzables,
como corchos sobre el agua.

Hay horas que duelen,
son calladas, que pinchan
hasta tocar hueso.
Horas en blanco.
Horas vacuas, horas vanas.
Horas ásperas y ardientes,
de vacío infinito e insondable.
Horas cerradas, compactas.
Horas pétreas.
Horas duras.
Horas de hastío y de cansancio,
horas casi siempre de amargura.
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Página en blanco.

(Manchada)

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Página en blanco.

(Arrugada)

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Página en blanco

(Arrancada…)





María Prieto Sánchez

1972

(Retocado junio 2018)

viernes, 8 de junio de 2018

"LA CALLE DE MI INFANCIA": EL RINCÓN DE MI MEMORIA

EL RINCÓN DE MI MEMORIA

(Desde el recuerdo de otros tiempos, no desde la nostalgia.
 Años sesenta. Higuera de Vargas, Badajoz)

MI CALLE ZARZA

Mi calle, calle Zarza ahora, y como siempre la llamaba mi abuela entonces. En mi infancia, otro nombre, recuerdo de antiguas guerras y batallas (aunque sin rencor, nunca olvidadas) colgaba de una placa de pizarra en la  casa de la esquina.
“Zarza”, nombre agreste, fuerte, áspero, agridulce, montaraz…Calle “Mora” a su lado, transitando hacia la plaza.
Calle empedrada, blanca de cal. Recorrida una y mil veces, piedra a piedra, puerta a puerta, casa tras casa.
Vivida en todas las estaciones. Ateridas en invierno, sudorosas en verano, mis amigas y yo jugábamos en la esquina de “los Pozo”, en la “cochera”, a todos los juegos que nuestra imaginación ideaba, interrumpidos a veces por el grito de nuestras madres voceando nuestro nombre en la puerta o la ventana. A veces, como algo extraordinario, la puerta de la cochera se abría para dejar pasar aquel Seat Mil Quinientos que salía y  contemplábamos embobadas, dejando atrás aires de la gran ciudad, para nosotras tan lejana.
Esa esquina de los pregones del día que escuchaban las mujeres asomadas a los quicios de la puerta. La misma esquina donde se celebraban los “Antruejos” en carnavales; rueda de mujeres arrojándose los cántaros y espiches que volaban entre cánticos y risas para partirse luego en mil pedazos. Cubos de agua que mi hermana (debajo su impermeable), lanzaba a todo bicho viviente masculino que se atreviera a cruzarla.
Sonidos inconfundibles. La diana que la recorría tocando alegremente y todos perseguíamos en las mañanas somnolientas de la feria… El carro de los helados en las tardes de los tórridos veranos…La voz ronca de Don Paco, el médico, que visitaba…El sonido de los cascos de las mulas sobre el empedrado al rayar el alba…o el de las escobas de palma barriendo temprano la puerta…El ladrido alegre o furioso de los perros…, el canto de los gallos en los corrales…o el triste doblar de las campanas…
Calle abarcada pared a pared, cadena de manos amigas, con canciones de matanza (por la tarde las bombillas que tirábamos explotaban asustando a las vecinas en sus casas.).
En la Semana Santa, desde la esquina de la calle Mora hasta la de Santa María era recorrida por cientos de pasos lentos y silenciosos en dos largas hileras, nazarenos de túnicas moradas que acompañaban a las imágenes que procesionaban camino de la Puerta del Perdón, ya de regreso a su morada. Inundada la calle del aroma de las flores, del incienso y la cera derretida, gran recogimiento arropado por los sones graves de la banda de música. Puertas abiertas de par en par como ofrenda del hogar vestido con sus mejores galas: las hermosas macetas de los patios…
Calle larga, contemplada  desde el postigo de nuestra ventana, oteando hacia poniente los negros nubarrones que se acercaban atropellándose desde Portugal, “aire del charco” decían mis padres, y que tanto pavor entonces me causaban. Cuando descargaban con furia, toda ella se convertía en un violento río que bajaba amenazante desde la plaza ocupando toda su anchura, de fachada a fachada, para después estrecharse en la regadera (“regaera”) que discurría por el centro como un minúsculo arroyo de agua clara y transparente entre los rollos lavados. Gruesos goterones caían de las rejas y balcones. Los canales del tejado empapándote si osabas acercarte caminando al arrimo de las casas.

De día, alegre. En las noches de invierno, oscura y solitaria. “Como la boca de un lobo”, decía mi madre. “Una noche de lobos”, decía mi padre…Dichos que a mí me llenaban de terror, (el lobo entonces era el símbolo del miedo más ancestral y atávico en nuestros pueblos extremeños, protagonista a veces de pesadillas imposibles…) y solo me sentía a salvo cuando se atrancaba la puerta de la calle con aquella enorme tranca de madera que la atravesaba y se ajustaba con el clavo que pendía de una cuerda a su lado.
En las sofocantes horas que seguían al mediodía veraniego, el silencio y el bochorno eran tan densos y espesos en ella que casi se podían cortar con un cuchillo, solamente el sonido de las lejanas chicharras se atrevía a interrumpir el sagrado rito de la siesta que en todas las casas se llevaba fielmente a cabo.
En contraste, las radiantes y claras noches de  verano rebosaban de vida cuando la recorríamos una y otra vez tan orgullosas, paseando aquellas preciosas faroleras realizadas con las sandías de la cosecha que nuestras madres nos hacían con esmero, la mía era toda una artista en los calados y dibujos. La luz titilante de sus velas y nuestros cantos (“Soy la farolera de la puerta el Sol, cojo mi escalera y enciendo el farol…”) llenaban esas noches de magia y emoción infantil.


Aquellos corros y corros de sillas de bayuncos en las puertas de todos los vecinos, sentados al fresco que soplaba desde la raya portuguesa aliviando los calores sofocantes de la tarde. Conversaciones, chascarrillos y saludos. Chistes y viejas historias… Los mocitos de la Sierra que pasaban repeinados y arreglados camino de la plaza, y que mi entrañable vecina Marcela “la Chata” piropeaba entre las risas de todos los presentes.
Vecinos que desempeñaban un papel fundamental en nuestras vidas, una gran familia. La colaboración y ayuda mutua nos permitían a todos sobrevivir sin graves problemas en aquellos tiempos de escasez. El agua del pozo, la máquina de coser, los ricos dulces y viandas caseros, las herramientas, el periódico o las novelas, la ayuda en la matanza y otras labores… Todo se compartía con gran generosidad, hermosas amistades que duraron lo que la vida duró…
Al otro extremo de nuestra calle, la casa de mi tíos, María y José, tan queridos por  nosotros. Casa también muy vivida y recordada; un poco mía, nuestra, de mi madre, de mis hermanas…Recuerdos de tantas ferias, navidades y veranos posteriores que no olvidaré…
Más abajo de mi casa, hacia el Caño, la tienda de Rogelio, con su papel de estraza grisáceo envolviendo todo aquello que comprabas. Estanterías y mostradores de madera, sacos de patatas, abolladas balanzas de platillos, cuadernos donde apuntaban lo fiado, el olor del seco bacalao... Otra tienda en la acera de mi casa, la de Amalia la “Careta”, pequeña, apretujada, oscura, misteriosa para mí y en la que apenas entraba. A su lado la de Kika y Jacobo a la que acudíamos después de la siesta a buscar golosamente los polos de leche, de natillas o de casera de naranja que ellos mismos fabricaban y que nos sabían a gloria bendita.
Hacia el centro de la calle, “la academia”, a la que acudía en mis primeros años de bachillerato, en la casa de “La Jambra”. Don Felipe, don Antonio, don José… Pupitres desvencijados de madera, manchados de tinta y desechados de la escuela, se alineaban de cualquier forma en los antiguos dormitorios de la vivienda. Mi primer latín, el francés, el grueso libro de Ciencias Naturales…Mis amigas, mis amigos…entre libros, risas, llantos e infinitas travesuras…
Calle muchas veces recorrida con mi vieja bicicleta de segunda mano que saltaba a trompicones sobre el empedrado irregular, y que mi padre había cambiado por una moto aún más vieja que tenía…
Mi calle, en fin… ¡LA CALLE DE MI INFANCIA!

Texto y fotos:
María Prieto Sánchez.
Febrero de 2016